Cuando me paro a pensar en todo lo que tengo que agradecerles a mis padres, inevitablemente, me saltan las lágrimas. Pero de entre todo lo mucho que tengo para elegir, si tengo que escoger solo una cosa…, si me preguntasen: “De todo lo que te han dado tus padres, ¿con qué te quedas?”, no tengo ni la más remota duda: con mis hermanos.

Dicen que cuando nací tenía tanto pelo por todo el cuerpo y unas manos tan grandes que a mi hermana le daba hasta miedo. No quería cogerme en brazos ni de broma. Por aquel entonces, ella tenía diez años. Mientras estuve en la barriga de mi madre, se fue creando sus expectativas, claro. Así que, cuando llegué al mundo con estas manazas y recubierta de pelo, a la pobre niña se le rompieron todos los esquemas. Supongo que su corazón infantil no pudo evitar el rechazo inicial. Poco a poco, mis zarpas fueron proporcionándose, y, aunque no perdí todo el pelo, por lo menos se me cayó el de las orejas, que me hacía más semejante a un simio que a un humano. El caso es que, mi hermana, se fue atreviendo a acercarse a mí. Ahora, cuarenta años después, sabe bien que estas manos son tan mías como suyas, que se las doy encantada si ella las necesita. Como yo sé que las suyas son mías.

Mi hermano mayor, que me lleva once años, me aceptó desde el minuto cero pero eso no tiene ningún mérito por mi parte porque él está hecho de tan buena pasta que no creo que nunca en su vida se le haya pasado por la cabeza rechazar a alguien así, sin más. Ahora que lo pienso, él sí que debió de salir desproporcionado, porque ese corazón tiene que ser muy pero que muy grande. Si algún día tengo que pedirle a alguien que vaya a Marte a rescatarme de unos extraterrestres malvados, está clarísimo que no tengo más que hacer una señal y en dos minutos él estará ahí.

Pero no vendrá solo. Porque igual que Zipi no iría sin Zape, él se traerá a mi hermano pequeño. Bueno, me lleva seis años, pero le llamo “pequeño” porque no es el mayor. Lo suyo sí que fue un rechazo, uno de esos rechazos monumentales. Los típicos celos del príncipe destronado que aparecen en cualquier libro de psicología infantil. Un caso de esos como conoceréis cientos. Él llevaba seis años siendo el pequeño de tres hermanos, el centro de todas las atenciones, con el agravante de haber sido un niño tan esmirriadillo que necesitaba muchos cuidados. Y de repente, llego yo, un bebezón peludo de manos enormes que le come todo su espacio. ¿Qué iba a sentir el pobre del niño entonces más que ganas de eliminarme del mapa?

Sin embargo, ahora, no sé bien si porque el roce hace el cariño o porque, como también se dice, la sangre tira mucho, si alguien tuviese que dar su vida por mí, nadie de mi entorno tendría ni que pensárselo porque cuando hubiesen querido reaccionar, él ya se habría tirado al vacío sin dudarlo.

Hay quien dice que ser el menor de los hermanos es un rollo porque siempre te toca heredar la ropa, los libros y no sé qué gaitas. Todo pamplinas. Excusas baratas para no reconocer que, salvo contadas excepciones, los pequeños somos unos privilegiados, unos auténticos mimados, no solo por papá y mamá, sino también por nuestros hermanos mayores. Así que es un honor para mí dedicarle este texto a todos aquellos que cuidan de sus hermanos como los míos cuidan de mí. Quizás os sorprenda que no se lo dedique a mis hermanos, que podría ser más lógico, pero es que, a ellos, no necesito dedicarles nada más que el amor tan profundo y sincero que saben que les tengo.

Amara Castro Cid